La escurridiza mujer
Mis pasos me resultaban pesados, pero por mucho que anduviera no encontraba solución a nada. Eso me llevó a seguir deambulando por las calles y luego hasta un bosque cercano, colindante al pueblo. Entonces recordé un acantilado que estaba cerca de allí, el cual, iba cuando era pequeño. Sin duda allí había vivido bastantes aventuras con mi hermano Gabí, por ello vivía tan fervientemente esa época.
Cuando llegué vi que todo me evocaba a esos días de playa con mi hermano, me sentí contento al rememorar las carreras entre la arena, y al romper las olas contra las rocas resonaron nuestras risas en mí mente. La única diferencia es que ahora tenía veinte años más que por aquella época, cuando solo tenía diez años. La bajada por las escarpadas rocas hasta llegar a la pequeña playa me costó más que en mis días de niñez.
Seguí paseando por la playa con mis pensamientos y cuando ya di varias vuelta a ella me fije en el majestuoso paisaje y en sus piedras puntiagudas y esculpidas por el viento. Entonces, vi un vestido blanco que el aire llevaba de forma ondulante de un lado a otro. Pensé diversas conjeturas de por qué estaba allí esa prenda, al final no le di importancia, seguí caminando como si nada.
Ya no sabía el motivo por el cuál había salido de casa, quizás solo quería olvidar mi propio mar interior que me atormentaba y encontrar lo que un día creí perdido en esta playa.
Me había casado muy joven y ni siquiera sé, si eso es lo que quería.Tenía dos hijos de cinco y ocho años, Caler y Mina. No me podía quejar, trabajaba por mi cuenta de carpintero y Teresa, mi mujer, era adorable y complaciente.
El cielo empezó a ponerse de un color anaranjado y en ese momento comenzó a oscurecer y decidí volver a mi vida de nuevo, entonces, mis ojos dirigieron una última mirada al mar y de repente, como de la nada, salió una mujer del mar embravecido, de su cuerpo desnudo solo distinguí su redondez y sus pechos menudos, no distinguí su cara, sólo sé que ella al verme huyó, subió ágilmente el acantilado, cogió su vestido blanco y desapareció.
Yo me quedé paralizado y conmovido por su imagen pétrea y su figura corriendo desnuda, a la vez eso me excitó y me sentí avergonzado. Pero durante unos segundos me replanteé no volver a casa y esperar su vuelta hasta el día siguiente, para poder disfrutar de nuevo de ella desde la lejanía. Lo vi absurdo, porque ella nunca volvería allí, por eso decidí regresar para no perder lo que ya tenía.